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Análisis de "Cabeza de turco" (actualizando "El odio")

¿Si todos caminamos por la misma dirección cómo sabremos que no hay otra? El Roto

En la última (o primera) huelga general que tuvo lugar en España a finales de septiembre del año pasado, tuvieron gran alcance algunos hechos acaecidos en Barcelona. Uno de ellos fue la quema de un coche de la policía. Aquel suceso dio para muchos días, para muchas portadas de periódicos y para que toneladas de tertulianos televisivos se ganen el duro, además de las repercusiones políticas y policiales. Flores y puñales de un lado a otro, reestructuraciones internas, pero sobretodo banalización del malestar social en pos de dos o tres culpables que son “los dos o tres inadaptados de siempre”, deseosos de saltarse las normas, quizás con problemas psíquicos, quizás drogados. Sucesos que fueron leídos como hechos aislados, sin motivos, como el de aquel que le arrojó un suvenir de metal a la cara de Berlusconi o ese otro al que no le importó volver a casa sin un zapato si ese zapato se lo llevaba Bush en la boca a la suya. Todos ellos fueron rápidamente señalados como perturbados, de escasas luces y algún que otro problema en la infancia, pero nada más. Aquí lo que se condena es la violencia visible, pero en ningún momento se habla de aquella otra violencia a partir de la cual, todos estos “perturbados”, son incitados; hablo de la violencia invisible.


A finales del 2005, primero en los suburbios de Paris y más tarde en el resto de Francia, sucedió algo que, teniendo en cuenta la época en que vivimos, se le pudo llamar revolución. Los incidentes fueron originados después de la muerte de dos jóvenes inmigrantes que escapaban de la policía, y más tarde fueron avivados por el que por aquel entonces era el ministro del interior, un tal Nicolás Sarkozy, el cual no tuvo reparo en llamar a los exaltados “escoria”. Tanto los periódicos como los discursos políticos de aquellos días tuvieron dos opciones a la hora de abordar el tema, uno que tenía que ver con los motivos socioeconómicos de un sector de la sociedad francesa profundamente asfixiado, y otro que se argumentaba, siempre desde las cifras, sobre la sinrazón de un hecho forzosamente aislado del contexto en el que explotó. Evidentemente los grandes poderes se apoyaron en la segunda opción. Así, al mes de iniciarse la revuelta, 1.300 vehículos fueron incendiados y algo más de 300 personas habían sido arrestadas por alterar el orden y la paz social. Todas, sentencias aisladas.


Si nos apartamos de la versión oficial de los hechos, podemos suponer que un coche de la policía incendiado en una huelga general no es un gesto aislado, que un zapato o un suvenir a la cara de un presidente no es un capricho de alguien deseoso de fama y que 1300 coches hechos cenizas no lo provocan miles de personas con problemas mentales. Aquí lo que existe es una violencia invisible por parte de la clase gobernante (la privada) que se fermenta silenciosamente durante años en la intimidad de quien lo padece, en este caso, los gobernados (o clientes), y que tarde o temprano explota.


“Cabeza de turco”(Pascal Elbé, 2010) está ambientada en esta atmosfera, quizás antes o después de los sucesos del 2005, pero con todos los elementos, las combinaciones y las reacciones, propias de una violencia invisible que se hace delito en cuanto se ve, pero sólo en cuanto se ve. Aquí el héroe también es culpable y víctima. Un juego de prismas desde el cual la sentencia está encadenada al lugar desde el que se lea, pero que en definitiva, no deja de ser una especie de sudoku con el que nos entretenemos en la superficie del mundo mientras los culpables, los auténticos responsables del estallido, preparan desde una casilla tan invisible como la violencia que desencadenan, las siguientes elecciones.


Y mientras, aquí abajo la vida continúa, a la espera de que quizás, el día que nos pongan una multa a todos al mismo tiempo, los culpables no sólo terminen dando la cara sino que además devuelvan el expolio, y así, las cosas por fin cambien.

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