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Análisis de "Lodo" y "La Mirada Negra"

“Sebastián, aquí no hay nada que averiguar,

porque aquí no pasa nada”

“Lodo”


Dijo el artista y activista Leónidas Martín Saura,“Una imagen nunca puede representarlo todo, es el espectador el que añade o complementa aquello que “falta” en una imagen. Proyectamos sobre una película o una imagen más datos que los que la propia imagen contiene. Lo hacemos a partir de nuestros saberes, de nuestra experiencia y de las imágenes previas que tenemos en la cabeza (diario Público, 12/2/11). Añade el abajo firmante que un espectador, al igual que una imagen, tampoco puede representarlo todo aunque el lugar en el que se coloca es un espacio en el que toda opinión es válida siempre y cuando no pretenda representar más que un posicionamiento absolutamente individual que reniega, en todo caso, de fisuras totalitarias.


A partir de aquí, creo justificada la siguiente opinión sobre trabajo de Karlos Alastruey en lo que a cine se refiere.


De la misma forma que en las películas de Víctor Erice uno puede percibir esos diez años que separan una película de otra, diez años de silencioso trabajo e investigación, de una pausada reflexión que al fin y al cabo hacen a la velocidad final y a la profundidad final y a la estética definitiva de Víctor Erice, en el trabajo de Karlos Alastruey estas circunstancias periféricas también quedan patentes, pero en un trazado inverso, es decir, en sentido negativo. Él ha rodado en el último año cinco películas, y se nota. Él ejecuta su trabajo sin apoyos económicos de ninguna institución o empresa, y se nota. Dice que su relación con el cine es “Estresante y agotadora”, y también se nota, porque cuando haces películas como churros te arriesgas a que a veces, en lugar de quedarte películas, inevitablemente te queden churros.


Anatomía del churro. Cuando uno se dedica a hacer cine guerrilla, es decir, un cine sin los medios adecuados, un poco a las prisas, otro poco arrojado a la improvisación tanto técnica como narrativa, debe tener claro que esta no es una metodología que nos de los mismos resultados que un cine con todos los medios humanos y técnicos a su disposición. El cine guerrilla tiene su lógica interna y, por tanto, también sus propios resultados. La lucidez se halla en el saber nivelar los deseos como creador con las posibilidades como realizador, ya que de lo contrario, el resultado es una narración carente de subtexto y una forzada técnica que chirria por los cuatro costados.


“Lodo”(2009), más que una película de festival parece una práctica universitaria, un trabajo de fin de curso que, por su voluntad más que por su calidad, podría aprobarse (siempre y cuando la carrera no sea de interpretación) pero que no pasa de ahí. El intento de aventura juvenil americana con sus frases épicas del tipo “Si existe un desierto en el vacío, ese es el sitio” o “Jorge, saca la cuerda que estamos en la zona oscura”, mezclada con ese simulacro de surrealismo urbano al estilo del primer Amenábar, el de “Abre los ojos” (1997), no termina de cuajar y mucho menos de ser creíble ya que muchos detalles sólo te empujan a la risa, esa risa ilegal cuando sabes que tu reacción no es el objetivo deseado. ¿Qué hace un televisor de veinte pulgadas en la cocina de un restaurant? ¿Por qué esa mujer llora con piano triste de fondo al tiempo que no deja de zamparse un bollo? ¿Y por qué usan linternas si hay luz?


Cada uno de estos detalles por separado no pueden ser la base que justifique una crítica, pero el conjunto de ellos sí, porque como estos hay miles, existen tantos, que la película deja de ser un viaje por el universo interior del autor y pasa a ser una caricatura de sus deseos originales.


En “La mirada negra” (2010) más de lo mismo. En este caso la temática gira en torno a un solo protagonista, una mujer que vive los relieves de una vida que se va al carajo. La suya. Los tintes psicológicos y los paisajes internos me recuerdan, salvando las distancias, al Julio Medem de “La ardilla roja” (1993) o “Lucia y el sexo” (2001). Y por utilizar a este autor como reflejo, encontramos que en la película de Karlos Alastruey existe una ausencia total de poética, y sin poesía ¿qué clase de mirada es la que describe la historia de una mujer? Sin esa contención poética ¿Cómo se justifican sus actos? ¿Cómo podemos vivir de cerca las discusiones con su pareja o las conversaciones con su madre? Y sin la mirada adecuada, ¿cómo quieren que me crea la desesperación o la sangre? Si en Julio Medem se puede ver filmada la poesía es porque en su trabajo se respira la seducción, la de un gesto del que de momento sólo sabemos que es bello, pero que sugiere todas las profundidades posibles, la de los protagonistas de sus historias y las mías propias. En Karlos Alastruey, por el contrario, más que sugestión, veo imposición. Y eso a pesar de los medios de los que dispone, y eso a pesar de los actores que se prestan y de las historias a las que recurre. La imposición de una música que encadena la imagen a un solo tipo de sensación, ahora momento triste, ahora momento de acción, ahora expectativa, la imposición de unos llantos que no encuentran en ningún suceso anterior un aval, anécdotas baratas de madre y estallidos de rabia de la nada. Todas imposturas que, sumadas a los detalles anteriormente mencionados, traban el vuelo personal del espectador que le dedica dos horas de su vida.


Karlos Alastruey tiene las ganas y una sana adicción, él tiene la cámara y las localizaciones gratis, tiene las historias y gente que lo apoya, pero Karlos Alastruey no tiene eso que los andaluces llaman “Duende” y que todos sabemos lo que significa.

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